viernes, 14 de agosto de 2015

EL SENTIDO DE LA CRUZ (Pierre Teilhard de Chardin)



La Cruz ha sido siempre un signo de contradicción y un principio de selección entre los seres humanos. La fe nos dice, con arreglo a la atracción o a la repulsa consentidas que aquélla ejerce sobre las almas cómo prosigue la trilla del grano y la cizaña, la separación de los elementos elegidos de los inutilizables en el seno de la Humanidad. Donde la cruz aparece, son inevitables la efervescencia y las oposiciones. Y también conviene que el conflicto no se agrave inútilmente debido a un modo provocador y discordante en la predicación de la doctrina de Jesús crucificado. Con demasiada frecuencia se presenta la Cruz a nuestra adoración no como una meta sublime que alcanzaremos superándonos a nosotros mismos, sino como símbolo de tristeza, de repulsa.

Este modo de predicar la Pasión procede, en muchos casos, más que nada, del empleo desafortunado que se hace de un vocabulario piadoso, en el que las palabras más serias (tales como sacrificio, inmolación, expiación), vacías de un sentido por rutina, se emplean con una ligereza y con una despreocupación inconscientes. Se juega con las fórmulas. Pero este modo de hablar acaba por producir la impresión de que el reino de Dios sólo puede establecerse en medio de un pesar y yendo siempre a contracorriente de las energías y de las aspiraciones humanas. En el fondo, nada hay menos cristiano que este panorama bajo la apariencia de vocablos fieles. Lo que anteriormente decíamos acerca de la necesaria combinación entre el asimiento y el desasimiento permite conferir a la ascesis cristiana un sentido mucho más rico y mucho más completo.         





La doctrina de la Cruz, tomada en su grado superior de generalidad, es la doctrina a que se adhiere todo hombre que está persuadido de que, frente a la inmensa agitación humana, se abre un camino hacia alguna salida y de que este camino es ascendente. La vida tiene un término; por tanto, impone una dirección de marcha, que se halla orientada, en realidad, hacia la espiritualización más alta mediante el mayor esfuerzo. Admitir este grupo de principios fundamentales supone colocarse entre los discípulos, acaso lejanos y no explícitos, de Jesús crucificado. Desde esta primera opción se efectúa la separación primera entre valientes, que triunfarán, y los blandos, que fracasarán, entre elegidos y los condenados.

El cristianismo aporta a esta actitud, todavía vaga,  precisiones y prolongaciones. Ante todo, da a nuestra inteligencia, mediante la revelación de una caída original, la razón de ciertos excesos desconcertantes, en los desbordamientos del pecado y del sufrimiento. Descubre luego, a nuestros ojos y a nuestro corazón, para ganar nuestro amor  y fijar nuestra fe, la apasionante e insondable realidad del Cristo histórico, en quien la vida ejemplar de un hombre individual recubre este drama misterioso: el Señor del Mundo, que sostiene como elemento del Mundo, no sólo una vida elemental, sino (además y por ella) la Vida total del Universo, que él se endosa y se asimila al experimentarla por si mismo. Mediante la muerte en cruz de este Ser adorado, en fin, el cristianismo significa para nuestra sed de felicidad que el Término de la creación no hay que buscarlo en la zonas temporales de nuestro Mundo visible, sino que el esfuerzo esperado de nuestra fidelidad ha de consumarse allende una total metamorfosis de nosotros mismos.  

Así, gradualmente, van agrandándose las perspectivas de la renuncia implicada en el ejercicio de la vida. Hasta que finalmente, quedamos desarraigados del todo como el Evangelio quiere, de cuanto hay de tangible en la Tierra. Pero este desarraigo se ha ido haciendo poco a poco, siguiendo un proceso que no ha perturbado ni herido el respeto que debemos a las bellezas admirables del esfuerzo humano.

Es absolutamente verdad que la Cruz significa evasión fuera del Mundo sensible e incluso, en un sentido, ruptura con ese Mundo. Gracias a los últimos términos de la ascensión, a la que nos invita, nos fuerza efectivamente a franquear un nivel, un punto crítico que hace que perdamos pie en la zona de realidades sensible. Este "exceso" final, entrevisto y aceptado desde los pasos primeros, proyecta necesariamente una luz y confiere un espíritu particular a todos nuestros pasos. Y he aquí precisamente dónde yace la locura cristiana a ojos de los "prudentes", que no quieren arriesgar por un total "más allá" ninguno de los bienes que actualmente tienen entre manos. Pero esta evasión desgarradora, fuera de las zonas experimentales que representa la Cruz, no es más (y así hay que mantenerlo enérgicamente) que la sublimación de la ley de toda vida. Hacia las cimas, brumosas para nuestro mirar humano, a las que nos invita el Crucificado, ascendemos por un sendero que es la vía del Progreso universal. La vía regia de la Cruz es precisamente el camino del esfuerzo humano, rectificado y prolongado sobrenaturalmente. Por haber entendido plenamente el sentido de la Cruz ya no nos arriesgamos que la vida nos parezca triste ni fea. Tan sólo hemos llegado a estar aún más atentos a su inaprensible gravedad.

En resumen, la Cruz es el símbolo y la realidad, a la vez, del inmenso trabajo secular que poco a poco eleva al espíritu creado, para conducirlo a las profundidades de Medio divino. Representa  (y en su sentido verdadero es) la creación que, sostenida por Dios, remonta las pendientes del ser, tan pronto asiéndose a las cosas para apoyarse en ellas, como arrancándose de ellas para superarlas, compensando siempre, mediante sus dolores físicos, el retroceso que suponen sus caídas morales.

En consecuencia, la Cruz no es cosa inhumana, sino sobrehumana. Comprenderemos que, desde el origen de la Humanidad actual, ella se alzaba ya ante el camino que lleva a las cimas superiores de la creación. Pero sólo a la luz creciente de la Revelación, sus brazos, primeros desnudos, aparecieron revestidos de Cristo: Crux inuncta. A primera vista, este cuerpo sangrante puede parecernos fúnebre. ¿No irradia noche? Acerquémonos más. Y nos encontraremos con el Serafín inflamado del Alvernia, cuya pasión y compasión son incendium mentis (incendio de la mente). El cristiano no ha de desaparecer en la sombra de la Cruz: ha de ascender en su luz."


      
("El medio divino", Pierre Teilhard de Chardin)