"Toda la antigüedad alabó como la más excelente de las mieles la que las abejas salvajes dejan en las cavidades rocosas, como si en ese hábitat ganase cualidades misteriosas análogas a las que las radiaciones telúricas hacen nacer en ciertas sustancias.
A esta excelencia se refiere el pasaje del salmo LXXX traspasado a nuestra liturgia latina de hoy, y que antes citábamos: "...de petra melle saturavit eos".
La Biblia dice también en otro lugar: "Israel comió el fruto de los campos; saboreó la miel de la roca y bebió el aceite de la piedra dura".
Hay otros pasajes de los Libros sagrados que hablan de esa miel incomparable, pero sería una ilusión creer que su buena fama es tan sólo de notoriedad bíblica: en el siglo quinto antes de nuestra era, Ctesias escribía que en Asia corre un río de miel, cuya fuente mana de una roca. Este río de miel, nos dice Lanoé-Villène, es la Ganga celeste, el alimento de los Santos.
También es posible que el simbolismo más antiguo relacionase aquella miel excelente con las primeras concepciones referentes al Verbo Divino; ya hemos visto que en todo el mundo antiguo se le consagró la abeja. Aquella la miel de la piedra, cantada por la liturgia, fue tomada también como emblema de la Sabiduría infinita y absoluta de Cristo, tal vez a causa de las cavidades rocosas con las que se relaciona su origen: porque las grutas profundas -como por otra parte las cúspides elevadas que se les oponen- siempre han figurado entre los marcos de inspiración más favorables para la meditación intensa que conduce al hombre a la sabiduría implorada en la oración. Los antiguos maestros de la mística cristiana establecieron la relación entre la sabiduría y la miel de la piedra a partir de este consejo del "Libro de Proverbios"; "Hijo mío, come miel, pues es deliciosa: un panal de miel es dulce en la boca, pero debes saber y recordar que la sabiduría es igual de dulce para el alma; si la adquieres, es un fruto para tí, y tu esperanza no se verá defraudada".
Así pues, la sabiduría de Cristo se impone al alma del cristiano por la manducación de la miel, y encontramos ahí uno de los dones de la Eucaristía. Por eso "La Vid Mística", que es del siglo XII, nos dice: "Abejas espirituales, conviene que busquemos la miel que fluye de la piedra, conforme a las palabras del Profeta, pues ese Cristo que es un paraíso de delicias también es esa piedra misteriosa".
Haciéndonos saborear la miel de la piedra, la "Vid Mística" nos conduce a otro simbolismo de esa excelente miel, el que hace de ella la imagen escogida de la doctrina de Cristo, la abeja divina, doctrina toda hecha de dulzura, bondad, caridad y suavidad. A esta doctrina, alimento espiritual de las almas encarnadas en la tierra, puede aplicarse también el "Cibavit eos ex adipe frumenti" de los oficios del Santo Sacramento y del Sagrado Corazón: "alimentó a sus hijos con la más rica sustancia del trigo candeal y con la miel de la piedra". Estos dos emblemas de la sustancial doctrina cristiana están oportunamente escogidos: la harina de trigo candeal, que es uno de los trigos más excelentes, y la miel de la piedra, considerada la más excelente de las mieles.
Los antiguos también consideraban que esta miel de la piedra era un remedio más eficaz que las otras mieles, sobre todo cuando se le agregaba una infusión de pétalos de rosa, y ahí también intervenía el simbolismo, sobre todo en la preparación de los ungüentos y de los electuarios rituales o mágicos: la miel y la rosa, dulzura penetrante y belleza, incluso fecundidad, se relacionaban con la emblemática de la vida naciente.
Nuestra farmacopeya de ayer, y todavía de hoy, reconocía a todas las "mieles rosadas" virtudes curativas indiscutibles, pero no habla de la "miel de la piedra", de virtudes mayores que las de las otras mieles, porque se hizo particularmente imposible de encontrar en nuestros países europeos: no ocurre lo mismo en algunas zonas montañosas de Asia, en las que la miel de la piedra ha conservado su antiguo favor.
Y todo ello no está tan alejado como pudiera pensarse del Cristo sanador, del Cristo fuente de vida."
(Louis Charbonneau-Lassay, "El bestiario de Cristo")
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